¡Hola, gente! ¿Qué tal? Hoy me paso por aquí para traeros un relato que no es ni mucho menos nuevo. Es más, lo escribí hace casi dos años para un trabajo de plástica y tras darle muchas vueltas acabó quedando así. Creo que fue uno de los primeros relatos cortos que escribí así que le tengo mucho cariño a la idea y a los personajes. Os dejo leyendo, espero que os guste :3
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LA CHICA DE LOS ZAPATOS AMARILLOS
''La persona adecuada en el momento adecuado''
Siempre
me habían gustado los días grises y lluviosos como aquel. Aunque suene extraño,
solía concentrarme en ellos mejor que cuando hacía sol. Y en esos momentos, la
inspiración era lo que más anhelaba y necesitaba. Por eso aquella mañana de
primeros de diciembre, aun lloviendo a cántaros, había recogido mi cámara de
fotos y un paraguas y me había ido caminando sin rumbo por las calles del barrio
en busca de la foto perfecta. Esa que llevaba tanto tiempo buscando y que
estaba seguro de que tenía que estar en alguna parte de la inmensa ciudad que
era Nueva York. Perdido en mis pensamientos como estaba, no me percaté de que
mis propios pasos me habían llevado hasta la orilla del East River, casi helado
por las bajas temperaturas invernales. Seguí el curso del río durante un rato,
hasta que las copas de los árboles del parque comenzaron a divisarse en el
horizonte.
Al ser
un lunes por la mañana, eran pocas las personas que se molestaban en pasear por
allí, refugiadas entre sus abrigos y bufandas. Solo se oía el golpeteo de la intensa
lluvia al caer y el lejano ruido sordo del motor de los coches sobre el
asfalto. Recorrí con la mirada cada centímetro del paseo, observando los árboles
como si esperara que fuesen ellos los que me dieran la solución que estaba
buscando desde hace tanto tiempo. Aunque en el fondo sabía que no sería así. Me
quedé plantado en mitad del camino durante unos segundos mientras el agua caía
a mí alrededor. Pensando, con expresión neutra. Finalmente suspiré y me abroché
el último de los botones de la gabardina, en un vano intento por ahuyentar el
frío. Quizá debería irme de allí. A lo mejor un café me vendría bien.
Me
encaminé de nuevo hacia la salida del parque, dispuesto a poner rumbo a la
cafetería más cercana. Pero entonces lo escuché. Ese sonido que se alzaba por
encima del repiqueteo de la lluvia y el zumbido de los automóviles. Una risa
alegre y llena de vida. Giré lentamente sobre mi mismo con cierta curiosidad,
para descubrir quien era el causante de aquel escándalo. Y entonces, entonces te
vi. Bueno, de hecho el resto del mundo que caminaba en esos momentos por el
paseo también te observaba de reojo al pasar. Corrías. Riéndote y bailando bajo
el chaparrón, con el pelo y el abrigo aguamarina completamente empapados. Pero
a ti no te importaba, ni mucho menos. El paraguas que llevabas en tu mano
derecha estaba cerrado. El pelo, casi de un color negro, te llegaba hasta casi
la mitad de la espalda en despeinados y húmedos bucles, contenidos bajo un
gorro de lana gris. Tenías tantas pecas en la cara que pude advertirlas
perfectamente desde la distancia a la que me encontraba de ti, y tus ojos eran
de algún color indefinido entre el verde y el marrón. La chaqueta que llevabas
te quedaba grande y tus zapatos eran de un amarillo casi fluorescente que en
otro contexto hubiese hecho daño a la vista. Pero no aquí. A ti te quedaban
bien de una manera inusual, al igual que el abrigo grande y el pelo mojado. Los
ojos reprobadores de los transeúntes se clavaban en ti por docenas, pero la
mirada que yo te dirigía era completamente distinta a todas aquellas. A mí me
habías parecido especial. Despierta en un mundo de gente dormida. Parecías cómoda,
feliz. Y por alguna razón, eso me hizo sonreír también a mí.
Mi
madre solía decirme que las cosas más bellas de la vida se encontraban en los
hechos cotidianos. En las formas que dibuja la espuma del café sobre la
superficie de la taza, en las nubes, en los discos de vinilo antiguos o en el
incansable tic-tac de un reloj. Decía que estaban ahí, flotando delante de
nosotros, que solo había que tener la paciencia para encontrarlas y agudizar la
vista lo suficiente como para ser capaz de identificarlas. Cuando era pequeño
no alcancé a comprender del todo a lo que ella se refería. Pero puedo jurar que
en ese preciso instante, bajo la lluvia del Upper East Side, tuve la total
certeza de que había encontrado una de esas cosas. Y supe que la solución eras
tú.
Sin
pensarlo mucho, ajusté el objetivo de la cámara y lo coloqué delante de mí para
disparar una última fotografía. El flash se disparó perdiéndose en la lluvia y
tú ni tan siquiera fuiste consciente de ello. Sonreí de nuevo y después de
tomarme unos segundos más para observarte, me fui directamente a casa,
olvidando por completo el café que tenía pensado tomarme. Corrí directamente
hacia el ordenador y lo encendí. Conecté la cámara de fotos para pasar la
última imagen de la memoria. A los pocos segundos, tu foto apareció en la pantalla.
No pude evitar pensar que era una fotografía realmente buena. En parte porque
había sido tomada en el lugar y momento justo, y en parte porque tú eras
preciosa. Era el tipo de foto que me gustaría imprimir en blanco y negro, así
que decidí que eso haría. La edité y garabateé la dirección del concurso de
fotografía en un sobre en blanco. Cuando la impresora dejó de trabajar,
recuperé el papel de la fotografía y tras mirarla por última vez con cariño, la
doblé por la mitad y la guardé en el sobre, junto con un impreso de datos. Más
tarde iría a depositarla al buzón de correos.
Habían
pasado diez días desde que te había visto en el parque. Ya había dejado de
llover, pero el cielo aún conservaba ese tono entre el blanco y el gris,
característico de cuando las nubes están demasiado altas. La mañana del quince
de diciembre me desperté algo más temprano que de costumbre para asistir a la
entrega de premios del concurso de
fotografía. No en vano, ganar aquel concurso podría darme el empujón que
necesitaba para sacar a delante mi carrera artística. Salí de mi casa con media
hora de antelación y aun así cuando llegué a la galería, esta ya estaba llena
de gente. Debía de haberse presentado más gente de la que había previsto.
Me
senté en la silla que había sido reservada para mí con antelación en la zona de
los participantes y me limité a esperar a que la ceremonia comenzara, mientras
mis nervios crecían por momentos. Cuando por fin dieron las diez de la mañana,
la sala estaba tan abarrotada que nadie más hubiese cabido allí, ni siquiera de
pie.
Un
hombre cuyo nombre desconocía subió al escenario junto con la ganadora del año
pasado y comenzó a hablar. No presté
mucha atención a lo que decía. En lugar de eso me dediqué a observar el gran
cuadrado cubierto por una tela verde botella que descansaba detrás de él,
sostenido por un gran caballete de madera. Me pregunté qué fotografía de todas
las que habían sido presentadas se encontraría allí. Cuando el hombre terminó su discurso, le cedió la palabra a la
anterior ganadora para que anunciara el nombre del vencedor.
La
tela oscura cayó rápidamente al suelo, destapando una única imagen. No me
molesté en escuchar el nombre del ganador, porque que era muy poco probable que
alguien más tuviese una foto como aquella. Sonreí y me levanté, mientras una
salva de aplausos inundaba la habitación. Lo había conseguido, gracias a ti. El
premio sería publicar mi primer álbum de fotos, con la tuya como portada. Mi
colección se expondría días más tarde en la galería de arte más prestigiosa de
Nueva York.
El
día de la presentación del álbum y la colección, más gente de la que hubiese
podido contar había aparecido a lo largo del día para ver las obras. La sala de
exposiciones de la galería tenía las paredes de color blanco y los suelos de
mármol. Puñados de focos alógenos iluminaban a la gente y a las fotografías
colgadas a intervalos regulares Mis fotografías. Y en la pared del fondo, tres
veces más grande que las demás, estaba la tuya. Me acerqué de nuevo a ella para
contemplarla minuciosamente. Otra vez me sorprendí de lo bien que quedaba
plasmada en la pared. Tan nítida que parecía real. Como si de nuevo fuese
primeros de diciembre y lloviese otra vez. Como si en lugar de un cuadro se
tratase una ventana gigante a través de
la cual estaba el parque, y tú con tus zapatos amarillos, bailando bajo la
lluvia de nuevo. Sonreí con pesar, siendo consciente de lo mucho que habías
hecho por mí sin darte cuenta y que probablemente nunca podría agradecerte lo
suficiente. Entonces, en un instante de aturdimiento, me pregunté si algún día podría
volver a verte. Probablemente no, porque Nueva York era una ciudad demasiado
grande como para encontrarse dos veces con la misma persona y seguramente sería
demasiada casualidad. Y por algún motivo, ese pensamiento me arrancó una mueca
resignada. Pero yo quería, o más bien necesitaba, volver a verte. Y aún me seguía
preguntando como era posible que echara en falta a alguien a quien nunca había
conocido.
Cuando
horas más tarde salí a la calle las últimas gotas de luz solar del día
terminaban de evaporarse y la acera estaba únicamente iluminada por un par de
farolas solitarias. A pesar de que era pleno invierno y la gente llevaba botas
y guantes, yo no sentía el frío ni el viento. Me metí las manos en los bolsillos
y bajé las escaleras de la galería, dispuesto a dirigirme a casa. Pero al
parecer el universo tenía otros planes para mí esa noche. Escuché una voz a mis
espaldas y me giré instantáneamente. Eras tú quien estaba apostada en el
escalón más alto de la sala de exposiciones, sujetando mi álbum de fotos con
ambas manos. Es una foto muy buena, me habías dicho. Al principio yo estaba
demasiado sorprendido como para decir nada, así que me limité a mirarte.
Llevabas tu gorro de lana gris y tus zapatos amarillos. No parecías enfadada
por el hecho de que un chico desconocido te hubiese sacado una foto sin pedir
permiso. Por el contrario, parecías contenta.
Esa
noche los dos caminamos juntos por las calles de Nueva York. Y aunque quisiera,
ahora mismo no podría recordar por donde pasamos, ni cuanto tiempo estuvimos
caminando, ni hacia donde. Tú me dijiste tu nombre y yo te dije el mío mientras
atravesábamos Central Park. Y después de eso hablamos de muchas cosas. Me
dijiste que eras de Francia, y que habías venido a Nueva York para perseguir
tus metas. Me contaste que eras escritora, o bueno, que algún día lo serías. Y
yo escuché cada palabra tuya con interés. Al final de la noche, cuando nos
detuvimos delante del portal de mi casa, sacaste una libreta de apuntes de tu
bolso y me escribiste tu número en una de las hojas a tinta verde.
Aquél
fue el comienzo de lo que sería en el futuro una gran amistad. Durante los
siguientes días y meses, nos vimos prácticamente a diario. Me acompañabas a
todos los eventos de fotografía, y yo leía tus libros. Corríamos bajo la lluvia
como si no existiera el mañana. Tomábamos cafés juntos y quedábamos cada tarde
para pasear por el parque. Y yo siempre llevaba mi cámara de fotos, y tú llevabas
tus zapatos amarillos. Feliz como estaba en aquellos momentos, no fui
consciente de cuando exactamente aquella bonita amistad se convirtió en algo
más.
Una
noche de febrero estábamos sentados en uno de los bancos del paseo de Central
Park. También en aquella ocasión llevabas aquellos zapatos amarillos, que
parecían brillar en la casi oscuridad. Siempre había tenido curiosidad pero
nunca te había preguntado a cerca de ellos. ¿Por qué siempre los llevabas? ¿Y
por qué precisamente eran amarillos? Aquella noche te lo pregunté, y tú
sonreíste. Me explicaste que tu madre siempre había tenido la creencia de que
las prendas amarillas atraían al tipo de gente que a uno le gustaba. Después de
una pausa de varios segundos, me miraste y añadiste que ahora sabías que era
cierto. Y fue precisamente aquella noche cuando nos dimos nuestro primer beso.
Aunque en el fondo, los dos sabíamos que nuestra amistad había cambiado hacía
ya tiempo.
Pero
aquello, como todo en la vida, tuvo un final. Y un día tuviste que irte. Te
habían concedido una beca en la Universidad de París y tenías que regresar allí
cuanto antes. Un martes de abril te acompañé hasta la terminal del aeropuerto y
te abracé justo antes de que desaparecieras por la puerta de embarque. Te dije
que te echaría de menos y te deseé suerte con una sonrisa. Y tú caminaste hacia
la pasarela. Te detuviste entre la gente varios metros antes de llegar a ella,
para mirarme por última vez, y me prometiste que si algún día conseguías
convertirte en escritora, escribirías sobre mí. El avión despegó perdiéndose en
el cielo, y después de ese día nunca más volví a verte.
Por
el contrario diciembre volvió a llegar puntual al año siguiente, trayendo de
vuelta consigo los intermitentes días grises de lluvia intermitente que a mí
tanto me gustaban. Cogí mi cámara de fotos y me la colgué al cuello antes de
salir de casa. Deambulé sin rumbo durante lo que pudieron ser horas, simplemente
trazando una ruta indefinida a través de las calles neoyorquinas y disfrutando
de la tranquilidad que precedía a la lluvia de finales de otoño. Iba a doblar
la esquina de la calle 67 cuando algo llamó irremediablemente mi atención desde
el escaparate de una tienda. Era una pequeña librería en la que nunca me había
fijado demasiado. Pero a partir de ese día lo haría. Al otro lado del cristal
había una estantería llena de toda clase de libros, pero hubo uno en particular
atrajo mi mirada. Estaba colocado en la balda más alta, y era de un color
amarillo casi fluorescente que en otro contexto hubiese hecho daño a la vista.
Me acerqué con curiosidad para poder leer el título, justo cuando las primeras
gotas de lluvia se estampaban contra el suelo.
El
fotógrafo, por la Chica de los Zapatos Amarillos.
Observé
el volumen como un idiota durante más tiempo del que me gustaría admitir. La
lluvia había empezado a caer con más intensidad, pero yo ni siquiera me molesté
en abrir el paraguas para protegerme de ella. Así que solo me quedé plantado
delante del escaparate de la librería, con el pelo flequillo pegado a la frente
por la humedad. Y despacio, como si se tratara de un sueño, sonreí.