sábado, 24 de enero de 2015

Si por casualidad recuerdas mi nombre...

¡Buenas noches a todos! Sí, después de una semana estresante sigo viva, y me paso por el blog para compartir otro relato más con vosotros. Es algo largo y he intentado acortarlo muchas veces, pero no soy capaz de encontrar nada que quitarle >.< De modo que así se ha quedado jeje. Es otro de mis clásicos, espero que os guste. 

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SI POR CASUALIDAD RECUERDAS MI NOMBRE...




Me di la vuelta y apoyé la espalda en el borde de la barra, sujetando mi vaso de cristal de manera impersonal y desganada. El hombre que hasta ahora había estado sentado un metro a mi derecha se metió la cartera en el bolsillo delantero de la chaqueta y se levantó con parsimonia, dirigiéndose hacia la puerta con los hombros hundidos. Mientras le observaba marcharse de reojo me pregunté si yo me vería tan abatido como él. El hombre recuperó su paraguas del paragüero y lo abrió al tiempo que salía a la calle. Llovía. Realmente llovía como no lo había hecho en mucho tiempo. La puerta se cerró de nuevo, amortiguando el ahora casi inexistente sonido del agua al estamparse contra la acera de la calle.

El ambiente que se respiraba en el bar era oscuro y viciado. Lleno de ruido, música alternativa y recuerdos. Todo seguía estando dolorosamente idéntico que hace años. Las mismas botellas de tequila detrás del mostrador, las mismas y destartaladas lámparas, las mismas mesas de madera atestadas de nombres y fechas grabadas torpemente con el filo de una navaja. Incluso el tipo de gente que se dejaba caer por allí era el mismo que antes. Los alegres grupos de jóvenes adolescentes, con demasiada pereza para juntar dos mesas y demasiado unidos como para sentarse en lugares independientes, que movían las sillas de aquí para allá, sentándose amontonados. Los mismos pobres idiotas solitarios que se dejaban caer uno por uno en los taburetes de la barra en busca de olvido y consuelo. Sonreí. Y de alguna manera fue una sonrisa triste y alegre al mismo tiempo. Yo siempre había pertenecido al primer grupo. Pero claro, ahora ya no era un adolescente alegre y para qué engañarnos, necesitaba olvido y consuelo. Aunque creo que no he venido al lugar indicado en busca de olvido. Mis ojos se volvieron de nuevo hacia el bar. Desde luego estaba igual. Demasiado igual como para poder soportarlo.

Las propias personas en sí eran lo único que había cambiado.

Casi inconscientemente mi mirada se posó en el chico de pelo castaño y piel bronceada y llena de pecas que venía atendiendo la barra desde hace ya un rato. Sería apenas un par de años más joven que yo. Veintidós o veintitrés como mucho. Y a pesar de no haberle visto en mi vida tenía ese aire despreocupado que recuerdo de manera tan familiar. Intento recordar la cara alegre y sonriente de la camarera de hace años y lo veo borroso a causa de todo el tiempo transcurrido. Se que tenía el pelo negro y rizado y un lunar justo debajo del ojo derecho. Creo que su nombre empezaba por N. ¡Ah, cierto! Se llamaba Nancy. Me pregunté vagamente donde estaría Nancy ahora.

Las caras de los chicos de las mesas me resultaban familiares de un modo lejano, como si les hubiese visto con anterioridad en algún sitio pero sin llegar a reconocer donde. La sudadera roja de ese chico. La forma de apartarse el pelo de la chica de al lado intentando llamar su atención. La mirada dolida y resignada del chico de las gafas, que les observaba desde dos mesas más al a derecha. No tardé mucho en darme cuenta de que aquello era un mero espejismo creado por mis propios recuerdos. Adolescentes. Ahora me doy cuenta de hasta que punto son transparentes. Me pregunto si yo también lo fui una vez, cuando me sentaba en aquellas mesas. Probablemente sí. No pude evitar sonreír de nuevo mientras me llevaba otra vez el vaso a los labios.

Mis ojos continuaron su camino hacia la derecha, hasta casi toparse con la pared del fondo. La mesa más lejana en el lado derecho del bar era la única que permanecía desocupada y nadie parecía tener la más mínima intención de acercarse a ella. Probablemente porque solo quedaba una silla en ella.

Era a simple vista una mesa idéntica a todas las demás. Más vieja y con más grabados, quizá. Aunque era posible que solo fuera otro truco de mi mente, haciéndeme recordarlo todo una vez más. Le eché un vistazo y casi pude percibir las débiles marcas, en el lugar exacto donde un día había estado mi nombre. Aunque estaba oscuro y era imposible saber si me equivocaba. Aparté la mirada y la devolví allí, como si hubiera algún tipo de imán que no me permitía hacer otra cosa. Con ella vacía era más que fácil imaginarlos allí. Imaginarnos a nosotros de nuevo allí. Me lo pregunté de nuevo inevitablemente. Era como con Nancy, la camarera. ¿Qué habría ocurrido con todos ellos? ¿A dónde habrán ido? ¿Podré yo volver a verles algún día? A Michael, a Ed, a Izzy… A ella. No lo sé.

Por ahora solo quedaban sus fantasmas.

Y justo en ese momento, una chica entró por la puerta. Parecía demasiado bien vestida como para entrar en un sitio como este bar. Sus ojos eran verdes, indudablemente verdes. Su pelo era como el oro viejo y estaba recogido en un elaborado moño. Su rostro era tan común que probablemente nadie la recordaría si la viese menos de dos veces. También era baja. Apenas sobrepasaría el metro sesenta y cinco de estatura. Nadie se percató de su presencia pero yo lo hice. Por supuesto que lo hice. Sonreí sin poder evitarlo, porque ella siempre había sido así oportuna.

Mis ojos la siguieron por todo el local por mera formalidad, porque yo ya sabía a donde se dirigía. Se sentó en la única mesa de la cafetería que quedaba libre. Aquella del fondo de la habitación. Separó la silla lentamente y se deslizó en ella, apoyando los antebrazos en la mesa. Un mechón de pelo color ocre cayó sobre su ojo derecho cuando se giró para mirar al camarero. No pude llegar a escuchar lo que dijo antes de que el chico se fuera de vuelta a detrás de la barra. Ella suspiró y se metió el mechón de pelo detrás de la oreja distraídamente. Siempre lo había hecho de esa forma. Continué mirándola, aun sabiendo que en cualquier momento ella podría volverse hacia mí. Me daba igual.

Yo siempre la había mirado así. Como si al observarla estuviera viendo algo totalmente normal y aun así fuera de lugar. Había algo en ella que era inexplicable. Algo que los demás eran incapaces de ver, pero que estaba allí. Siempre había sido para mí algo complicado de describir. Ella… Ella era… Como las estrellas que permanecían en el cielo durante una lluvia de estrellas.

El camarero de las pecas volvió a su mesa no sabría decir cuanto tiempo después. Depositó delante de ella una taza de café llena hasta los topes, más blanca que de color marrón a causa de la espuma. La observé un momento más con la extraña sensación de sentirla de vuelta, mientras cogía el sobre de azúcar y le daba unos golpecitos. Antes de romper el extremo y vaciar parte su contenido sobre la taza. Solo medio sobre, como hacía siempre. Tomó la cuchara y revolvió el café con el esmero de hace años. Y mientras bebía el primer sorbo se me pasó por la mente que también ella parecía abatida. Quizá solo se había sentado en aquella mesa para fingir que no se encontraba así. O quizá era al revés, y había comenzado a sentirse desolada pocos segundos después de decidir sentarse allí. Como aquel estado taciturno en el que yo me encontraba. Demasiados recuerdos para una sola tarde, a lo mejor.

Ella apoyó la palma de su mano izquierda en la cuarteada madera y repasó las gastadas inscripciones con sus finos dedos. Incluso desde la prudente distancia a la que yo me encontraba, podía apreciarse que eran muchas como para poder ser contadas. De nuevo como evocar cada una de esas estrellas que permanecían en el cielo durante una lluvia de estrellas.

Y mientras sus ojos viajaban a través de las firmas, anhelé que al menos cuando su mirada encontrara mi nombre, una sonrisa de reconocimiento se instalara en su cara. Si así fuese me sentiría honrado. Pero quizá, y en el fondo sabía que así era, mi nombre no fuera ya más que un recuerdo vago. Como la forma en la que Nancy preparaba los cafés tras la barra. Quizá para ella fuese solo un nombre más, alguien con la cara borrosa a causa de los años.

Se demoró más en algunos lugares que en otros, mientras acariciaba las marcas casi pareciendo ida. Durante un instante olvidó su humeante café. Por un momento se detuvo en un lugar justo que reconocí en seguida a pesar del tiempo: También su nombre se encontraba allí, y era el único escrito con una caligrafía medio decente. Lo observó durante un momento sin ningún tipo de expresión. Después pareció despertar de su trance, porque negó con la cabeza y volvió a tomar otro sorbo del café.

La canción se acabó, dando paso a otra del mismo estilo.

Y de repente la música, el aire cargado de melancolía, aquella solitaria mesa olvidada en el rincón; todo se volvió demasiado nítido como para poder convivir con ello más tiempo. Me di la vuelta y le pagué la bebida al camarero de las pecas. Después me deslicé fuera de mi taburete y me abroché los últimos botones de la chaqueta, previendo que el frío exterior sería incluso más frío que antes. Caminé hasta la entrada con paso seguro y decidido, sin mirar atrás no por un segundo. Y me gustaría poder decir que sentí la mirada de ella clavada en mi espalda, pero no fue así.

Estaba en lo cierto. La noche se había vuelto helada. Nubes de vaho se formaban delante de mi cara con cada respiración y el aire congelado se acumulaba en mis pulmones, intentando aplacar un dolor menos tangible. Intentando ayudarme a resignarme. Yo simplemente me quedé al lado de la puerta con las manos metidas en los bolsillos, observando la lluvia caer en la oscuridad.

Es un hecho que los recuerdos mueren. Que a medida que se nos escapa el tiempo los recuerdos se elevan cada vez más alto. Y cuanto más cerca del cielo están más inalcanzables se tornan. Pero es bello pensar que de vez en cuando uno de esos recuerdos no quiere morir y que si eres capaz de atraparlo en su vuelo, permanece contigo para siempre. Yo lo sabía bien. ¿No era acaso uno de aquellos recuerdos el que estaba abriendo la puerta del bar ahora mismo?

Cerré los ojos y suspiré. La puerta se abrió a mi lado, con un suave ''clic'', para más tarde volver a cerrarse. Durante un segundo, la música lejana se abrió paso inexorablemente hasta mis oídos, provocándome un escalofrío. Seguramente habría pasado un buen rato desde que había decidido salir de allí, pero no sabría decir cuanto llevaba parado bajo el tejadillo de la entrada del bar. La lluvia había empezado a caer más fuerte y yo no tenía paraguas. Aquella pequeña porción de tierra seca era lo único a lo que podía aferrarme. Y a decir verdad, aquella era casi la única razón por la que había terminado en aquel lugar.

Escuché dos pasos y, en efecto, allí estaba ella. Tan cerca y tan viva que no parecía real. Tan como siempre. Su pelo, despeinado de una forma casi cuidada; su piel, una perfecta mezcla de blanco y rosado; incluso el perfume que utilizaba parecía el mismo. Observaba la pantalla vacía de un teléfono móvil y fruncía el ceño mientras intentaba encenderlo. Tras unos segundos pareció decidir que era un caso perdido y soltó un suspiro resignado mientras lo guardaba de nuevo en el bolso.

Entonces su mirada se deslizó hacia la izquierda y luego un poco hacia arriba. Me miró con curiosidad y sus ojos también seguían siendo sus ojos a pesar de parecer tristes y apagados. Me pregunté vagamente como sería el mundo visto a través de esos ojos. Si tendría el mismo color o si no tendría color en absoluto.

-Buenas tardes.-Me deseó con una sonrisa amable y condescendiente, de esas que regalamos a los desconocidos para parecer corteses. Después abrió su paraguas azul aguamarina y se alejó de mí con un caminar frustrado. Sin darme si quiera un segundo para contemplar la posibilidad de responderle. Y en el breve lapso de tiempo que tardó en llegar hasta la cabina telefónica del final de la calle, sentí muchas cosas.

Me sentí dolido porque lo poco que ella conservara de mí no era suficiente. Me sentí un cobarde por dejarla ir otra vez y no ser capaz de detenerla. Me sentí traicionado porque durante seis años había impedido que su recuerdo se esfumase, y quizá esperaba que ella hiciese lo mismo con el mío. Pero a pesar de todo sentí esperanza. Porque ella aun estaba allí, al final de la calle. Porque a pesar de todo yo seguía siendo yo, y ella seguía siendo ella. Y la conocía tan bien que tenía la absoluta certeza de que al menos conservaba algo de mí. Aunque era una esperanza tan frágil que daba la impresión de poder romperse en cualquier momento. Y de hecho lo hizo.

Si me recuerdas, solo dilo. Si por casualidad recuerdas mi nombre, házmelo saber.

Pero ella no dijo nada. En lugar de eso se limitó a deslizar otra moneda más en la ranura de la cabina y a descolgar el auricular. Esperé unos segundos tan intensos como interminables, hasta que al final me cansé de esperar. De modo que abandoné mi refugio en el portal y salí a la calle con la cabeza vuelta hacia el suelo. Sí, fue en ese momento.

La lluvia me envolvió como el abrazo de un amigo triste y compasivo. Yo me refugié en él de buena gana, pues poco me importaba ya el hecho de mojarme bajo su manto. Necesitaba volver a casa. Comencé a caminar con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta, siempre en dirección contraria a su pelo, sus ojos y su voz. Pero no fueron más de dos pasos los que logré caminar.

Escuché como ella soltaba una exclamación ahogada, así que me volví. El teléfono se le resbaló de las manos y golpeó el poste de la cabina antes de comenzar a balancearse inerte y pasivo de un lado a otro.

Entonces se giró y sus ojos encontraron los míos una vez más. Y con una nota de anhelo y una asombrada sonrisa de reconocimiento, ella dijo mi nombre.

Y yo, por supuesto, me sentí honrado. 

2 comentarios:

  1. Ya te lo he dicho antes, pero este relato tiene un final muy bonito ^^ Me gusta como acaba jajaja Un beso, Alba!!

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    1. Nunca me canso de que me comentes los relatos JAJAJA ^^ Me alegro.

      ¡Muchos besos!

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