sábado, 7 de marzo de 2015

El mito de las estrellas fugaces

¡Hola, hola, hola! ¿Qué tal? Aquí donde yo estoy me disponía a ponerme a estudiar algo cuando me he acordado de un relato que tengo desde hace tiempo y que me encantaría enseñaros. Ya anda por ahí, y puede que ahora esté un poco fuera de tiempo, pero me apetecía tenerlo aquí, porque estoy bastante orgullosa del resultado ^^ Es un poco largo, pero si no os da mucha pereza leerlo espero que os guste jeje.

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EL MITO DE LAS ESTRELLAS FUGACES




Eran casi las diez de la noche del día veinticuatro de diciembre y, como de costumbre, Ming Liu se encontraba en el asiento delantero de su taxi con los ojos fijos en la avenida de la gran ciudad. Le hubiese encantado poder tomarse la noche libre para poder estar con su familia, pero tal y como estaban las cosas cualquier dinero extra que pudiese ganar sería de agradecer.

Al mirar a su derecha, vio una gran figura oscura que extendía el brazo hacia la carretera con aire impaciente, indicando que necesitaba que le llevaran. Se detuvo de forma mecánica en el arcén y un hombre gordo ataviado con un grueso abrigo de piel entró a trompicones en el asiento trasero del taxi. El recién llegado cerró de un portazo, miró con cara de pocos amigos a Ming, y le frunció el ceño.  

-Al hotel Monumental.-Ladró el hombre.-¿A qué esperas, inútil? No tengo toda la noche.

Ming suspiró imperceptiblemente, arrancó el vehículo sin más tardar y condujo a través de la atestada calle en dirección al centro. Desde que había llegado a aquel país hacia casi cinco años, y en especial desde que desempeñaba la profesión de taxista, se había encontrado con varias personas así. Pero como Ming era un hombre inteligente, había aprendido a ignorarles y a no darles importancia. No obstante, solían abusar de su energía.

Tras lo que fueron unos quince minutos exasperantes de quejas y prisa continuas, Ming consiguió llegar hasta el fastuoso hotel Monumental para librarse de una vez de aquel molesto cliente. El señor abrió la puerta y se dispuso a irse.

-Son cinco con noventa y siete.- Carraspeó Ming- Liu, rápidamente. El hombre gordo gruñó y extrajo una enorme cartera de su bolsillo delantero, que sugería tanta riqueza como lo sugería su atuendo. Después de contar las monedas al dedillo, le tendió un puñado de calderilla al taxista y se apeó del coche, dando otro portazo.

Tras unos segundos, Ming decidió dirigirse hacia la estación de taxis y tomarse un merecido descanso de quince minutos. Al fin y al cabo él también merecía cenar.

Aparcó en su plaza habitual y se tomó unos segundos para observar al cielo. Le pareció ver una estrella fugaz cruzando la noche de la ciudad, pero la verdad es que eso sonaría demasiado poético. Lo más probable es que fuera un avión. Aun así, Ming- Liu le pidió en silencio que aquella fuese buena y alegre para todos aquellos que le rodeaban.

Se comió su sándwich de queso en silencio y se dispuso a limpiar la parte trasera del taxi. Aunque muchos de sus compañeros de trabajo le encontraban exageradamente maniático, a él le gustaba hacerlo cada noche. Durante los primeros diez minutos todo iba bien, pero entonces algo inesperado en su coche llamó su atención. Un objeto lila y rectangular yacía arrugado debajo del asiento delantero del coche. Ming alargó el brazo para cogerlo y, cual fue su sorpresa al descubrir que aquello se trataba de un billete de 500 euros.

Lo sacó con cuidado y lo alisó con los dedos, colocándolo bajo la luz amarillenta de las farolas para poder observarlo mejor. No recordaba ni por asomo la última vez que había visto tanto dinero junto, y sabía perfectamente que aquello pertenecía al pez gordo al que había dejado en el Monumental hacía menos de media hora. Quedarse con aquel dinero le tentaba, sobre todo después de lo grosero que había sido aquel hombre con él, pero no podía, tenía que devolve...

Justo en ese momento una fuerte ráfaga de aire azotó la parada de taxis, arrancando el billete del frágil agarre de los dedos de Ming. Horrorizado, el taxista intentó atraparlo de nuevo, pero el precioso papelito púrpura flotaba ya a la deriva muy lejos de él. Perdiéndose entre las farolas y los edificios. En busca de un lugar desconocido que sin duda encontraría.

***

Después de la tensa cena de nochebuena en compañía de sus dos hijos y su hermana Isabelle, Rick Anderson había salido a pasear a su perro por el bulevar cercano. Si las circunstancias hubiesen sido otras, es probable que la familia se hubiese quedado reunida más tiempo, pero últimamente la situación no era la idónea.

Desde que su mujer había muerto en un accidente de tren hacía casi tres meses, la vida de la familia Anderson se había vuelto bastante complicada. Rick había tenido que dejar su empleo por uno a tiempo parcial para poder ocuparse de sus hijos, y a pesar de eso Adam, el mayor, también había tenido que renunciar a sus clases en el conservatorio para poder ayudarle. Ahora, el hombre ganaba bastante menos que antes y estaba tan falto de tiempo y dinero que ni siquiera había tenido la oportunidad de comprarles un regalo de navidad a ninguno de ellos.

Era en parte por eso por lo que había utilizado la excusa del perro para salir a dar una vuelta. Tenía 35 euros en el bolsillo, y confiaba en que con eso bastara para compensar un poco lo que había ocurrido aquella noche.

El incidente se resumía en la tía Isabelle intentando explicarle a Adam los 101 motivos de por qué su sueño de ser violinista profesional era una barbaridad. Lo peor no era eso, sino que Rick le había dado la razón. Dada la precaria situación en la que se encontraban, no podía permitirse seguir enviando a Adam a clases, ni permitirle presentarse a las pruebas de febrero para la prestigiosa Academia Internacional. El chico ni siquiera tenía un instrumento propio y esa, por supuesto, otra de las cosas que Rick no habría podido permitirse.

En resumen, Adam se había enfadado. Isabelle se había ido en seguida, indignada por el comportamiento de su sobrino, y el chico se había encerrado en su habitación sin querer ver a nadie. Melany, la pequeña, no había dicho nada y se había puesto a escribir una carta en la ventana del salón. Incluso ella parecía guardarle rencor por lo que le había dicho a Adam.

Rick seguía caminando entre gente alegre y luces navideñas, sumido en sus grises pensamientos, cuando el viento hizo que algo caído del cielo impactara contra él se quedara enganchado en su abrigo. Era un billete de 500 euros, que había acudido a él salido de ninguna parte. Rick lo cogió y lo miró durante un segundo, con incredulidad. Después, miró alrededor.

En su defensa cabría decir que, si hubiese habido alguien observándole en aquel momento, habría visto el duelo interno que estaba sufriendo. Si alguien le hubiese estado mirando fijamente, quizás Rick se hubiese decidido a preguntarle si era el dueño de aquel dinero. Pero a su alrededor, toda la gente sonreía en compañía de su familia y amigos. A su alrededor, nadie parecía echar en falta un billete de 500 euros. Así que en definitiva, Rick hizo lo que cualquiera de nosotros haría.

Primero entró en una tienda de juguetes que había en la calle de enfrente y le compró una muñeca a Melany. Era una buena muñeca, como esas por las que la niña siempre babeaba en los catálogos. Tenía el pelo largo y rubio para peinarlo y los ojos azules. El vestido era color lavanda.

Luego fue una joyería, de la que se llevó un bonito par de pendientes con los que más tarde obsequiaría a su hermana Isabelle. Puede que la mayoría del tiempo fuese igual de irritante que una mosca, pero seguía siendo su hermana, seguía queriéndola y seguía siendo navidad.

Por último, siguió caminando un rato más, en busca de un regalo adecuado para Adam. Encontrar un regalo para un adolescente de diecisiete años no es fácil, y menos cuando eres su padre y el susodicho está enfadado contigo. Pero entonces lo vio.

Estaba colocado de pie sobre la estantería y era precioso. Sobresalía por encima de todos los demás instrumentos del escaparate de la tienda de música. Incluso Rick, quien era un completo inepto en el ámbito musical, supo que tenía un gran valor. Con algo de recelo, echó un vistazo al precio de reojo.

Apartó la vista del escaparate y miró el dinero en sus manos. Se lo pensó un momento. Seguía siendo muy caro, pero le quedaba exactamente lo necesario para comprarle el violín.

Lo consideró una señal.

***

Adam Anderson se encontraba tumbado boca arriba en su cama, con la camisa y el ceño arrugados a más no poder. Oyó cómo la puerta de casa se abría y se cerraba y cómo Greco, su perro, se ponía a correr frenéticamente por el pasillo. Escuchó las palabras que su hermana intercambiaba con alguien. Su padre tenía que haber regresado a casa, pero a él le daba igual.

Esto cambió cuando, minutos después, la risa de la niña inundara el pasillo. Se había puesto a gritar por algo, como loca de contenta, y como humano que era, Adam tuvo curiosidad.

Cuando irrumpió en el salón, se encontró una escena bastante curiosa.  Mel estaba tirada en el suelo, sonriente y el suelo a un radio de dos metros de ella estaba cubierto de accesorios de muñeca y papel de regalo. Pero él no fue capaz de contemplar todo aquello durante más de dos segundos, porque sobre la mesa había un estuche de color negro. Miró a su padre en busca de explicaciones. Rick se encogió de hombros.

-Feliz navidad.-Dijo por toda explicación. Adam se acercó a su padre y al estuche negro, y tras dudar un segundo, abrió los cierres uno por uno. Cuando por fin abrió la tapa se quedó sin habla.

-Es una broma.- Habló el chico.-Es una broma.-Volvió a repetir mientras, atónito, sujetaba su violín nuevo con manos de cristal. Rick le sonrió.

-¿Qué? ¿No vas a probarlo?-Adam recorrió la distancia que les separaba y abrazó a su padre como no lo había hecho en años. Acto seguido, colocó el instrumento de vuelta en su funda y la cerró.

Violín en mano, padre e hijo salieron de casa y bajaron corriendo las escaleras hasta la calle. La niña, por el contrario, se quedó unos minutos más. Terminó de escribir su carta, la dobló y le dio un beso para después arrojarla al viento por la ventana. El papelito cayó girando como una bailarina, pero Melany no se quedó a contemplar su descenso. Corrió hasta la puerta y la traspasó para ir en busca de su hermano y su padre. Abajo, en el bulevar, ya había empezado a escucharse la música.

Cerca de diez minutos más tarde, Isabelle, quien había vuelto para hacer las paces con su familia, se topó con toda una muchedumbre delante del edificio de los Anderson. Y en medio de toda esa multitud, se encontraba su hermano Rick con una sonrisa de oreja a oreja. Le llamó cuando aún estaban a varios metros de distancia.

-¿Rick? ¿Qué hace aquí toda esta gente?-Él no respondió a su pregunta.

-Más te vale arrastrar tu trasero hasta aquí para ver esto.- Dijo en su lugar. Isabelle le hizo caso y se acercó hasta donde estaba él, para echar un vistazo por encima de los hombros de la gente.

Su sobrino Adam se encontraba en el medio de todo aquello y tocaba el violín con los ojos brillantes. Más bromeando que en serio, había colocado su estuche abierto delante de él, pero muchos transeúntes le habían arrojado dinero dentro. Algunos de ellos se habían quedado para observarle, y de entre esos, algún que otro niño se había puesto a bailar.

Adam no era solo bueno. Era magnífico.

-¡Por el amor de Dios, Rick! ¡Si parece un indigente!- Dijo Isa. Pero reía. Ambos reían.

***

Sarah Elegoet caminaba por esa misma calle pero en la acera contraria, con un bolso balanceándose en su mano y una música de violín balanceándose en sus oídos. Venía de comprarle un regalo a su mejor amigo, John, y había quedado con él a la vuelta de la esquina para dárselo. Como a ambos les gustaba la literatura, le había comprado un libro. Y se había detenido más tiempo del estrictamente necesario intentando determinar cual era el indicado.

El motivo de esto era, más que nada, que siempre había estado enamorada de él. Pero ella jamás lo admitiría y jamás se había atrevido a decírselo. Cuando estaba a punto de doblar la esquina, vio un papelito rosa doblado en el suelo.

Se agachó. Lo cogió. Lo leyó.

Era una carta de una hija a su madre. En ella hablaba de un chico llamado Adam y de un violín que no podía ser. La niña le contaba a su madre que creía que la vida era muy corta como para dejar pasar todas las cosas que quieres hacer, y que por eso creía que el chico debería tener su violín.

En ese momento, Sarah no encontró nada especial en esas palabras, de modo que la carta volvió a quedar olvidada en el suelo. Dobló la esquina para casi chocar con su amigo, que ya estaba allí. También él traía un regalo en la mano y sonreía ampliamente. Se lo tendió, y ella hizo lo mismo con el suyo.

-Espero que te guste. Me lo he pensado mucho, ¿Sabes?- Dijo él. Era guapo. Era muy guapo.

Ambos abrieron los paquetes a la vez, y después de un instante de silencio, rieron. Ambos se habían regalado un libro. El mismo libro. La sonrisa de John era, a ojos de la chica, arrebatadora. Tanto fue así que a duras penas pudo mantener la compostura. Y en ese momento de felicidad ciega, algo se le vino a la mente: La niña de la carta tenía razón. La vida solo se vivía una vez, y si no luchábamos por aquello que queríamos, ¿para qué vivir? Sarah se puso seria de repente. Habló sin pensar.

-John. Sabes que te quiero. ¿Verdad?- Él lo sabía. Y, curiosamente, también la quería.

Sarah y John se fueron juntos en taxi del bulevar aquella noche y, ya fuera por casualidad o por destino, el dueño de aquel taxi resultó ser un hombre chino de 43 años llamado Ming- Liu. Cuando fueron a bajarse, John y Sarah pagaron con un billete de cinco y le dijeron al taxista que se quedara con el cambio. Él les sonrió amablemente.

Horas más tarde, cuando todos los relojes estaban por dar las doce de la noche, Ming- Liu terminó su turno y decidió que ya era hora de regresar a casa. Por el camino le entró sed, de modo que hizo una parada en un bar y, con la propina que le había dado la pareja, se compró una botella de Coca- Cola. Cuando se la terminó, por aburrimiento, hizo el rasca y gana que venía en el reverso. Sabía, como toda persona en el mundo, que nunca tocaba nada. Imaginaros la cara que puso al descubrir que acababa de ganar el premio de 10.000 euros.

Corrió hacia su coche para hacer a su familia partidarios de su suerte, pero entonces se dio cuenta de que antes de eso, había algo más que debía hacer.

***

Hubert Dupont estaba solo y acababa de sustituir su abrigo de piel por un pijama y una bata estampada. Se disponía a meterse en la mullida cama de plumas de su habitación de hotel, en el que se había hospedado por un viaje de negocios, cuando oyó el deslizar de algo que se colaba por debajo de la puerta. Extrañado, avanzó botando rápidamente hasta allí, a tiempo de escuchar unos pasos que se alejaban corriendo por el pasillo. Lo que había a sus pies era un sencillo sobre blanco, en el que había una frase escrita.

''Feliz navidad, Mrs. Dupont.''

Dupont se agachó, cogió el sobre y lo abrió. Dentro estaba un billete de 500 euros, que el hombre ni siquiera había llegado a echar en falta de entre la gran cantidad de dinero que poseía, pero que un amable taxista chino había creído conveniente devolverle.

A Ming- Liu no le había resultado difícil localizar al hombre del abrigo de piel. Recordaba haberle llevado al hotel Monumental, de modo que con una breve descripción de él a la recepcionista había bastado para identificarle.

El hombre de negocios abrió la puerta al pasillo y miró a ambos lados esperando encontrar al  causante de aquello, pero solo vio lo vacío y silencioso de la noche. Cerró de nuevo la puerta y atravesó parsimoniosamente la habitación para detenerse frente a la ventana. El edificio Monumental hacía justicia a su nombre, y se alzaba por encima de las demás construcciones de la ciudad. Aquella noche en concreto, cuando Hubert Dupont miró al exterior, vio el mundo a sus pies cubierto de luces, como estrellas fugaces que habían llegado a tocar el suelo.

Por supuesto, Dupont no creía en las estrellas fugaces, y aunque su postura no era del todo correcta, había algo en lo que sí tenía razón: Aquella noche, lo que brillaban no eran las estrellas fugaces. Eran las llaves plateadas de un violín recién comprado. Eran los pendientes relucientes de una mujer que bailaba. Era la llama recién descubierta de un amor no tan nuevo. Y eran, también, las luces del coche de un joven taxista que se alejaba de allí con una sonrisa tonta en la cara. Aquella noche sí que fue buena. Aquella noche, la tierra tenía a sus propias estrellas fugaces.

Aunque quizá, y solo quizá, eso suene demasiado poético.

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