¡Hola, hola, hola! ¿Qué tal? Aquí donde yo estoy me disponía a ponerme a estudiar algo cuando me he acordado de un relato que tengo desde hace tiempo y que me encantaría enseñaros. Ya anda por ahí, y puede que ahora esté un poco fuera de tiempo, pero me apetecía tenerlo aquí, porque estoy bastante orgullosa del resultado ^^ Es un poco largo, pero si no os da mucha pereza leerlo espero que os guste jeje.
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Eran
casi las diez de la noche del día veinticuatro de diciembre y, como de
costumbre, Ming Liu se encontraba en el asiento delantero de su taxi con los
ojos fijos en la avenida de la gran ciudad. Le hubiese encantado poder tomarse
la noche libre para poder estar con su familia, pero tal y como estaban las
cosas cualquier dinero extra que pudiese ganar sería de agradecer.
Al
mirar a su derecha, vio una gran figura oscura que extendía el brazo hacia la
carretera con aire impaciente, indicando que necesitaba que le llevaran. Se
detuvo de forma mecánica en el arcén y un hombre gordo ataviado con un grueso
abrigo de piel entró a trompicones en el asiento trasero del taxi. El recién
llegado cerró de un portazo, miró con cara de pocos amigos a Ming, y le frunció
el ceño.
-Al
hotel Monumental.-Ladró el hombre.-¿A qué esperas, inútil? No tengo toda la
noche.
Ming
suspiró imperceptiblemente, arrancó el vehículo sin más tardar y condujo a
través de la atestada calle en dirección al centro. Desde que había llegado a
aquel país hacia casi cinco años, y en especial desde que desempeñaba la
profesión de taxista, se había encontrado con varias personas así. Pero como
Ming era un hombre inteligente, había aprendido a ignorarles y a no darles
importancia. No obstante, solían abusar de su energía.
Tras lo que fueron unos quince minutos exasperantes de quejas y prisa continuas, Ming consiguió llegar hasta el fastuoso hotel Monumental para librarse de una vez de aquel molesto cliente. El señor abrió la puerta y se dispuso a irse.
-Son
cinco con noventa y siete.- Carraspeó Ming- Liu, rápidamente. El hombre gordo
gruñó y extrajo una enorme cartera de su bolsillo delantero, que sugería tanta
riqueza como lo sugería su atuendo. Después de contar las monedas al dedillo,
le tendió un puñado de calderilla al taxista y se apeó del coche, dando otro
portazo.
Tras
unos segundos, Ming decidió dirigirse hacia la estación de taxis y tomarse un
merecido descanso de quince minutos. Al fin y al cabo él también merecía cenar.
Aparcó
en su plaza habitual y se tomó unos segundos para observar al cielo. Le pareció
ver una estrella fugaz cruzando la noche de la ciudad, pero la verdad es que
eso sonaría demasiado poético. Lo más probable es que fuera un avión. Aun así,
Ming- Liu le pidió en silencio que aquella fuese buena y alegre para todos
aquellos que le rodeaban.
Se
comió su sándwich de queso en silencio y se dispuso a limpiar la parte trasera
del taxi. Aunque muchos de sus compañeros de trabajo le encontraban
exageradamente maniático, a él le gustaba hacerlo cada noche. Durante los
primeros diez minutos todo iba bien, pero entonces algo inesperado en su coche llamó
su atención. Un objeto lila y rectangular yacía arrugado debajo del asiento
delantero del coche. Ming alargó el brazo para cogerlo y, cual fue su sorpresa
al descubrir que aquello se trataba de un billete de 500 euros.
Lo
sacó con cuidado y lo alisó con los dedos, colocándolo bajo la luz amarillenta
de las farolas para poder observarlo mejor. No recordaba ni por asomo la última
vez que había visto tanto dinero junto, y sabía perfectamente que aquello
pertenecía al pez gordo al que había dejado en el Monumental hacía menos de
media hora. Quedarse con aquel dinero le tentaba, sobre todo después de lo
grosero que había sido aquel hombre con él, pero no podía, tenía que devolve...
Justo
en ese momento una fuerte ráfaga de aire azotó la parada de taxis, arrancando
el billete del frágil agarre de los dedos de Ming. Horrorizado, el taxista
intentó atraparlo de nuevo, pero el precioso papelito púrpura flotaba ya a la
deriva muy lejos de él. Perdiéndose entre las farolas y los edificios. En busca
de un lugar desconocido que sin duda encontraría.
***
Después
de la tensa cena de nochebuena en compañía de sus dos hijos y su hermana Isabelle,
Rick Anderson había salido a pasear a su perro por el bulevar cercano. Si las
circunstancias hubiesen sido otras, es probable que la familia se hubiese
quedado reunida más tiempo, pero últimamente la situación no era la idónea.
Desde
que su mujer había muerto en un accidente de tren hacía casi tres meses, la
vida de la familia Anderson se había vuelto bastante complicada. Rick había
tenido que dejar su empleo por uno a tiempo parcial para poder ocuparse de sus
hijos, y a pesar de eso Adam, el mayor, también había tenido que renunciar a sus
clases en el conservatorio para poder ayudarle. Ahora, el hombre ganaba
bastante menos que antes y estaba tan falto de tiempo y dinero que ni siquiera
había tenido la oportunidad de comprarles un regalo de navidad a ninguno de ellos.
Era
en parte por eso por lo que había utilizado la excusa del perro para salir a
dar una vuelta. Tenía 35 euros en el bolsillo, y confiaba en que con eso
bastara para compensar un poco lo que había ocurrido aquella noche.
El
incidente se resumía en la tía Isabelle intentando explicarle a Adam los 101
motivos de por qué su sueño de ser violinista profesional era una barbaridad.
Lo peor no era eso, sino que Rick le había dado la razón. Dada la precaria
situación en la que se encontraban, no podía permitirse seguir enviando a Adam
a clases, ni permitirle presentarse a las pruebas de febrero para la
prestigiosa Academia Internacional. El chico ni siquiera tenía un instrumento
propio y esa, por supuesto, otra de las cosas que Rick no habría podido
permitirse.
En
resumen, Adam se había enfadado. Isabelle se había ido en seguida, indignada
por el comportamiento de su sobrino, y el chico se había encerrado en su
habitación sin querer ver a nadie. Melany, la pequeña, no había dicho nada y se
había puesto a escribir una carta en la ventana del salón. Incluso ella parecía
guardarle rencor por lo que le había dicho a Adam.
Rick
seguía caminando entre gente alegre y luces navideñas, sumido en sus grises
pensamientos, cuando el viento hizo que algo caído del cielo impactara contra
él se quedara enganchado en su abrigo. Era un billete de 500 euros, que había
acudido a él salido de ninguna parte. Rick lo cogió y lo miró durante un
segundo, con incredulidad. Después, miró alrededor.
En
su defensa cabría decir que, si hubiese habido alguien observándole en aquel
momento, habría visto el duelo interno que estaba sufriendo. Si alguien le
hubiese estado mirando fijamente, quizás Rick se hubiese decidido a preguntarle
si era el dueño de aquel dinero. Pero a su alrededor, toda la gente sonreía en
compañía de su familia y amigos. A su alrededor, nadie parecía echar en falta
un billete de 500 euros. Así que en definitiva, Rick hizo lo que cualquiera de
nosotros haría.
Primero
entró en una tienda de juguetes que había en la calle de enfrente y le compró
una muñeca a Melany. Era una buena muñeca, como esas por las que la niña
siempre babeaba en los catálogos. Tenía el pelo largo y rubio para peinarlo y
los ojos azules. El vestido era color lavanda.
Luego
fue una joyería, de la que se llevó un bonito par de pendientes con los que más
tarde obsequiaría a su hermana Isabelle. Puede que la mayoría del tiempo fuese
igual de irritante que una mosca, pero seguía siendo su hermana, seguía
queriéndola y seguía siendo navidad.
Por
último, siguió caminando un rato más, en busca de un regalo adecuado para Adam.
Encontrar un regalo para un adolescente de diecisiete años no es fácil, y menos
cuando eres su padre y el susodicho está enfadado contigo. Pero entonces lo vio.
Estaba
colocado de pie sobre la estantería y era precioso. Sobresalía por encima de
todos los demás instrumentos del escaparate de la tienda de música. Incluso
Rick, quien era un completo inepto en el ámbito musical, supo que tenía un gran
valor. Con algo de recelo, echó un vistazo al precio de reojo.
Apartó
la vista del escaparate y miró el dinero en sus manos. Se lo pensó un momento.
Seguía siendo muy caro, pero le quedaba exactamente lo necesario para comprarle
el violín.
Lo
consideró una señal.
***
Adam
Anderson se encontraba tumbado boca arriba en su cama, con la camisa y el ceño
arrugados a más no poder. Oyó cómo la puerta de casa se abría y se cerraba y
cómo Greco, su perro, se ponía a correr frenéticamente por el pasillo. Escuchó
las palabras que su hermana intercambiaba con alguien. Su padre tenía que haber
regresado a casa, pero a él le daba igual.
Esto
cambió cuando, minutos después, la risa de la niña inundara el pasillo. Se
había puesto a gritar por algo, como loca de contenta, y como humano que era,
Adam tuvo curiosidad.
Cuando
irrumpió en el salón, se encontró una escena bastante curiosa. Mel estaba tirada en el suelo, sonriente y el
suelo a un radio de dos metros de ella estaba cubierto de accesorios de muñeca
y papel de regalo. Pero él no fue capaz de contemplar todo aquello durante más
de dos segundos, porque sobre la mesa había un estuche de color negro. Miró a
su padre en busca de explicaciones. Rick se encogió de hombros.
-Feliz
navidad.-Dijo por toda explicación. Adam se acercó a su padre y al estuche
negro, y tras dudar un segundo, abrió los cierres uno por uno. Cuando por fin
abrió la tapa se quedó sin habla.
-Es
una broma.- Habló el chico.-Es una broma.-Volvió a repetir mientras, atónito,
sujetaba su violín nuevo con manos de cristal. Rick le sonrió.
-¿Qué?
¿No vas a probarlo?-Adam recorrió la distancia que les separaba y abrazó a su
padre como no lo había hecho en años. Acto seguido, colocó el instrumento de
vuelta en su funda y la cerró.
Violín
en mano, padre e hijo salieron de casa y bajaron corriendo las escaleras hasta
la calle. La niña, por el contrario, se quedó unos minutos más. Terminó de
escribir su carta, la dobló y le dio un beso para después arrojarla al viento
por la ventana. El papelito cayó girando como una bailarina, pero Melany no se
quedó a contemplar su descenso. Corrió hasta la puerta y la traspasó para ir en
busca de su hermano y su padre. Abajo, en el bulevar, ya había empezado a
escucharse la música.
Cerca
de diez minutos más tarde, Isabelle, quien había vuelto para hacer las paces
con su familia, se topó con toda una muchedumbre delante del edificio de los
Anderson. Y en medio de toda esa multitud, se encontraba su hermano Rick con
una sonrisa de oreja a oreja. Le llamó cuando aún estaban a varios metros de
distancia.
-¿Rick?
¿Qué hace aquí toda esta gente?-Él no respondió a su pregunta.
-Más
te vale arrastrar tu trasero hasta aquí para ver esto.- Dijo en su lugar.
Isabelle le hizo caso y se acercó hasta donde estaba él, para echar un vistazo por
encima de los hombros de la gente.
Su
sobrino Adam se encontraba en el medio de todo aquello y tocaba el violín con
los ojos brillantes. Más bromeando que en serio, había colocado su estuche
abierto delante de él, pero muchos transeúntes le habían arrojado dinero
dentro. Algunos de ellos se habían quedado para observarle, y de entre esos,
algún que otro niño se había puesto a bailar.
Adam
no era solo bueno. Era magnífico.
-¡Por
el amor de Dios, Rick! ¡Si parece un indigente!- Dijo Isa. Pero reía. Ambos
reían.
***
Sarah
Elegoet caminaba por esa misma calle pero en la acera contraria, con un bolso
balanceándose en su mano y una música de violín balanceándose en sus oídos.
Venía de comprarle un regalo a su mejor amigo, John, y había quedado con él a
la vuelta de la esquina para dárselo. Como a ambos les gustaba la literatura,
le había comprado un libro. Y se había detenido más tiempo del estrictamente
necesario intentando determinar cual era el indicado.
El
motivo de esto era, más que nada, que siempre había estado enamorada de él. Pero
ella jamás lo admitiría y jamás se había atrevido a decírselo. Cuando estaba a
punto de doblar la esquina, vio un papelito rosa doblado en el suelo.
Se
agachó. Lo cogió. Lo leyó.
Era
una carta de una hija a su madre. En ella hablaba de un chico llamado Adam y de
un violín que no podía ser. La niña le contaba a su madre que creía que la vida
era muy corta como para dejar pasar todas las cosas que quieres hacer, y que
por eso creía que el chico debería tener su violín.
En
ese momento, Sarah no encontró nada especial en esas palabras, de modo que la
carta volvió a quedar olvidada en el suelo. Dobló la esquina para casi chocar
con su amigo, que ya estaba allí. También él traía un regalo en la mano y
sonreía ampliamente. Se lo tendió, y ella hizo lo mismo con el suyo.
-Espero
que te guste. Me lo he pensado mucho, ¿Sabes?- Dijo él. Era guapo. Era muy
guapo.
Ambos
abrieron los paquetes a la vez, y después de un instante de silencio, rieron.
Ambos se habían regalado un libro. El mismo libro. La sonrisa de John era, a ojos
de la chica, arrebatadora. Tanto fue así que a duras penas pudo mantener la
compostura. Y en ese momento de felicidad ciega, algo se le vino a la mente: La
niña de la carta tenía razón. La vida solo se vivía una vez, y si no luchábamos
por aquello que queríamos, ¿para qué vivir? Sarah se puso seria de repente. Habló
sin pensar.
-John.
Sabes que te quiero. ¿Verdad?- Él lo sabía. Y, curiosamente, también la quería.
Sarah y John se fueron juntos en taxi del bulevar aquella noche y, ya fuera por
casualidad o por destino, el dueño de aquel taxi resultó ser un hombre chino de
43 años llamado Ming- Liu. Cuando fueron a bajarse, John y Sarah pagaron con un
billete de cinco y le dijeron al taxista que se quedara con el cambio. Él les
sonrió amablemente.
Horas
más tarde, cuando todos los relojes estaban por dar las doce de la noche, Ming-
Liu terminó su turno y decidió que ya era hora de regresar a casa. Por el
camino le entró sed, de modo que hizo una parada en un bar y, con la propina
que le había dado la pareja, se compró una botella de Coca- Cola. Cuando se la
terminó, por aburrimiento, hizo el rasca y gana que venía en el reverso. Sabía,
como toda persona en el mundo, que nunca tocaba nada. Imaginaros la cara que
puso al descubrir que acababa de ganar el premio de 10.000 euros.
Corrió
hacia su coche para hacer a su familia partidarios de su suerte, pero entonces
se dio cuenta de que antes de eso, había algo más que debía hacer.
***
Hubert
Dupont estaba solo y acababa de sustituir su abrigo de piel por un pijama y una
bata estampada. Se disponía a meterse en la mullida cama de plumas de su
habitación de hotel, en el que se había hospedado por un viaje de negocios,
cuando oyó el deslizar de algo que se colaba por debajo de la puerta. Extrañado,
avanzó botando rápidamente hasta allí, a tiempo de escuchar unos pasos que se
alejaban corriendo por el pasillo. Lo que había a sus pies era un sencillo
sobre blanco, en el que había una frase escrita.
''Feliz
navidad, Mrs. Dupont.''
Dupont
se agachó, cogió el sobre y lo abrió. Dentro estaba un billete de 500 euros,
que el hombre ni siquiera había llegado a echar en falta de entre la gran
cantidad de dinero que poseía, pero que un amable taxista chino había creído
conveniente devolverle.
A
Ming- Liu no le había resultado difícil localizar al hombre del abrigo de piel.
Recordaba haberle llevado al hotel Monumental, de modo que con una breve
descripción de él a la recepcionista había bastado para identificarle.
El
hombre de negocios abrió la puerta al pasillo y miró a ambos lados esperando
encontrar al causante de aquello, pero
solo vio lo vacío y silencioso de la noche. Cerró de nuevo la puerta y atravesó
parsimoniosamente la habitación para detenerse frente a la ventana. El edificio
Monumental hacía justicia a su nombre, y se alzaba por encima de las demás
construcciones de la ciudad. Aquella noche en concreto, cuando Hubert Dupont
miró al exterior, vio el mundo a sus pies cubierto de luces, como estrellas
fugaces que habían llegado a tocar el suelo.
Por
supuesto, Dupont no creía en las estrellas fugaces, y aunque su postura no era
del todo correcta, había algo en lo que sí tenía razón: Aquella noche, lo que
brillaban no eran las estrellas fugaces. Eran las llaves plateadas de un violín
recién comprado. Eran los pendientes relucientes de una mujer que bailaba. Era
la llama recién descubierta de un amor no tan nuevo. Y eran, también, las luces
del coche de un joven taxista que se alejaba de allí con una sonrisa tonta en
la cara. Aquella noche sí que fue buena. Aquella noche, la tierra tenía a sus
propias estrellas fugaces.
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